domingo, 3 de septiembre de 2017

Un relato: Una mujer como aquella

Una mujer como aquella


La memoria juega con nosotros de forma extraña. Por ejemplo, rescata imágenes cubiertas por el polvo de los años y nos las presenta, de repente y sin venir a cuento, como si fuesen de ayer mismo. Hoy, la mía me ha puesto por delante una motocicleta grande, una Moto Guzzi V7 California, guardada en un garaje y con una biela que le asoma feamente por el cárter. Aunque era un recuerdo muy antiguo, enseguida ha tirado del resto de la historia.
Yo debía de tener quince años. Mi propensión a suspender matemáticas-física-química (salteadas o en bloque) obligaba a mi padre, año tras año, a cumplir con su amenaza de llevarme a trabajar con él en verano. Como era entarimador, acuchillador y barnizador de suelos, mis vacaciones coincidían con su temporada alta.  Así que, en lugar de pasarlo en grande con mi pandilla de un pueblo de la sierra, me veía obligado por unos días, nunca se sabía cuántos, a quedarme con él para echarle una mano. Seguramente le ayudaba más poco que mucho, pero él había comprometido su palabra.
Ese verano el tajo se desarrollaba en un chalé de las afueras. Tengo muy buena memoria espacial y podría afirmar, a pesar del tiempo transcurrido, que estaba situado en una urbanización nueva al noroeste de la ciudad. Hoy es una zona reservada a millonarios, pero a comienzos de los setenta apenas empezaba a ser colonizada por una nueva clase media alta que, embobada por el american way of life de las películas de Hollywood, probaba qué era aquello de vivir en una casa en las afueras con jardín y garaje. Desde mi perspectiva, en cualquier caso, eran ricos, muy ricos.

***

Recuerdo un chalé nuevo, blanco, grande, pero, sobre todo, recuerdo a una mujer. Seguramente frisaría la treintena, pero para mí era una señora, una señora tremendamente atractiva. Mi padre me decía por lo bajo que estaba loca, pero le seguía la corriente y atendía sus caprichos acerca del trabajo a hacer, a veces absurdos y siempre solicitados con una zalamería que habría enfurecido a mi madre de haber estado allí. La recuerdo alta, delgada, de pelo largo y claro. Pero sobre todo recuerdo cómo se movía, su armonía, su energía y cómo se expresaba. Yo era un chico de barrio y nunca había oído hablar así a nadie fuera de las aulas y la televisión, de forma tan correcta, tan alambicada y, al tiempo, con tanta naturalidad. Supongo que me encontraba por primera vez en mi vida con alguien educado en los mejores colegios extranjeros. Una mujer capaz de darle conversación al embajador de Alemania y dueña de una agenda de teléfonos llena de apodos absurdos, como Patato,  Chitina o Pirri, seguidos siempre de una larga lista de apellidos rimbombantes, separados por “des” e “ys” sin solución de continuidad .
Un ser que sabía tocar el piano y, no solo eso, que tenía un piano de media cola en un extremo elevado del gran salón. Una de nuestras tareas fue, precisamente, colocar aquel armatoste en el centro de ese escenario. Aunque tenía ruedas finas en sus patas y mi padre lo había movido él solo para poder lijar y barnizar el suelo, ahora era necesario resituarlo de alguna forma que no arruinase el brillante acabado de la tarima de wengué. No era tarea para solo dos personas, pero aquella mujer no se daba por vencida fácilmente. Nosotros éramos el único oficio que quedaba en la casa ese día, llegaba el fin de semana y ella quería ver ya su piano colocado. “Usted es un hombre muy fuerte y su hijo está muy delgado, pero se le ve fibroso. Verá cómo podemos. Yo también ayudaré”. Mi padre le indicó que su tarea sería meter bajo cada una de las patas una manta y, por encima de ella, una tabla larga sobre la que haríamos rodar el piano. Ella tendría que ir colocando por delante una segunda tabla cada vez que llegásemos al final del recorrido. No sé cómo, pero logramos levantar ese monstruo varias veces hasta que lo situamos en su sitio.
Se puso tan contenta que arrimó una banqueta de la cocina y comenzó a tocar sin partitura. Apenas pude oírla unos minutos, pero me emocionó. Era una pieza impresionista, no sabría decir cuál. Yo no había oído nunca esa música y creí que era algo maravillosamente improvisado. Me pareció que ella, al percibir mi embeleso, empezaba a tomarse muy en serio la interpretación, pero sonó el teléfono y el encanto se deshizo.
***
Mientras mi padre se afanaba en las habitaciones del piso superior yo tenía dos opciones de refugio: un jardín a treinta y muchos grados, o el garaje. Era una fácil decisión. El garaje tenía el portón abierto y rebosaba de sillas, sofás y otros muebles en los que sentarse, pero eso no era lo mejor, lo más extraordinario era esa moto arrinconada al fondo. Yo soñaba con tener un ciclomotor, una Mobylette, un Vespino, lo que fuese, pero allí había una moto de verdad, una moto casi imposible de ver por las calles españolas en 1973: una imponente Moto Guzzi V7 California con manillar ancho y amplio parabrisas. Ni la escolta de los mandatarios disponía de motos como esa. Lástima que luciera esa avería tremenda, pero eso no me impidió sentarme en ella e imaginar que recorría carreteras infinitas y solitarias, paraba en gasolineras perdidas en las que rescataba a chicas secuestradas por tipos peligrosos y huía perseguido por coches descapotables de cinco metros de los que salía una lluvia de balas.  El piano sonaba cerca de allí y aquello no podía ser mejor. En un momento dado la música cesó. Puse mis oídos en alerta por si alguien me llamaba. Nada. Así que seguí desfaciendo entuertos sobre mi Rocinante herido durante un rato hasta que, de repente, la vi a ella. Me miraba desde el otro lado de la puerta interior por la que se colaba un haz de luz moteado de polvo que parecía de estrellas. Normalmente vestía de forma juvenil, con unos pantalones ajustados y una blusa. Pero esa vez llevaba un vestido de tirantes amarillo con lunares negros y una diadema de la misma tela, que sujetaba su melena. Yo pensé que no podía haber en el mundo algo más bello. Y noté cómo me hacía pequeño, cómo dejaba de ser un tipo duro y me transmutaba en un manojito de nervios balbuceante.
“Te gusta, ¿verdad?” “Sí”, murmuré pensando que se refería a ella o a su vestido: ¿a qué si no? “Mi marido apenas la usa, y ahora menos. Le ha fundido una biela o algo así. A mí también me gusta, pero él está siempre fuera, viajando, y yo no tengo carné de moto. ¿Tienes tú?” Algo parecido a un “no” gutural salió de mi garganta. “No te preocupes. No podemos sacarla de aquí, pero seguro que puedes llevarme a algún sitio bonito ¿Te atreves?”  Y sin darme tiempo a emitir ningún otro graznido, vino hasta mí, bajó los estribos del pasajero y se montó detrás sin aparente esfuerzo. “¿Dónde me llevas, guapo muchacho? Espero que sea un sitio divino, lleno de gente interesante y lugares donde beber y escuchar música hasta el amanecer. ¿Dónde se te ocurre?”. Yo iba a proponer un parque de atracciones pero, afortunadamente, recordé que en la tele había visto hacía poco Vacaciones en Roma. “¿A Roma?”. “¡¡¡Siiiiií!!!” Gritó entusiasmada y casi me desmayo. “¡¡Andiamo a Roma!! ¡Subito, bambino!”. Y entonces se agarró a mi cintura, se me pegó a la espalda y puso su barbilla en mi hombro. Un nudo de goma me cerró la garganta. Su perfume me envolvió como si fuese una droga y caí en una especie de trance. Llegamos a Roma enseguida. Paramos en Piazza Spagna, en la Fontana de Trevi, dimos una vuelta alrededor del Coliseo…ella me iba explicando todo a cada paso. En las tiendas de Via Condoti compró un casco para cada uno. Luego nos perdimos por el Trastevere hasta que, finalmente, conseguimos llegar a Gianicolo a tiempo de contemplar la puesta de sol más maravillosa que nunca ha habido. Ella se sentó de lado y me pidió que hiciera lo mismo. Y, poco a poco, me fue describiendo la maravillosa vista con todo detalle, como si se hubiera criado en Roma. Hasta que quedó en silencio, apoyó su cabeza en mi hombro y suspiró. Estuvimos así una eternidad. Pero, cuando intenté tocarle la cara con la otra mano, se bajó de golpe de nuestra alfombra mágica. Se situó frente a mí, me miró con una sonrisa traviesa, me revolvió el pelo con las dos manos y me besó. Seguramente me besó en la frente, pero yo juraría que fue en los labios.
No dijo nada. Se fue hacia la puerta mirándome, me despidió con un gesto de la mano desde el umbral y desapareció. Desapareció para siempre. Mi padre decidió que el castigo ya había sido suficiente y, al día siguiente, me llevó con mi madre, mi hermana y mi pandilla. Poco a poco el recuerdo del perfume fue evaporándose, aunque aún hoy lo reconocería. Un amigo estrenaba una Gilera de 50 cc ¡con cuatro marchas! Y yo no paré hasta conseguir que me la dejara probar en el campo de fútbol. Y había una chica que…
Tras la vuelta a casa, un día de septiembre se me ocurrió preguntar a mi padre. “¿Qué tal la loca?” Me miró intrigado. “¿La del chalé?” “Sí”. “No te lo vas a creer. Cuando se terminó la obra dijo que no quería vivir allí, que quería vender la casa. Convenció a su marido y se han venido de alquiler a un piso del centro mientras buscan algo para comprar. Me parece normal. ¿Qué iba a hacer una mujer como aquella tocando el piano, sola, en una casa tan grande?: Venir al centro todos los días”.
Me quedé con lo de “como aquella”. Mi padre es hombre de pocas palabras y en esas dos había concentrado toda la singularidad que podía transmitir con su vocabulario. Una mujer como aquella, como esas que nunca se olvidan.
Por cierto, lo confieso, tengo una Moto Guzzi California en mi garaje.


©David Torrejón

Copyrigth: David Torrejón Lechón

lunes, 7 de diciembre de 2015

La mejor vuelta al mundo

Una de las películas que más me ha hecho disfrutar en los últimos tiempos no la he visto en el cine, ni en la televisión. Llegué a ella tras leer un libro improbable, La vuelta al mundo del Graf Zeppelin, de Léo Gerville-Réache, un reportaje recuperado por la editorial Macadán (2015) en el cual el periodista francés narraba ese azaroso viaje  para el diario Le Matin en 1929. 




El libro me supo a poco por su falta de fotografías, pues solo lo iluminan unas cuantas, aunque muy bellas, ilustraciones de Brian Cohen . Una racanería que ahora agradezco ya que, para compensarla, acudí a YouTube y encontré un magnífico documental de la BBC: Arround the Globe by Zeppelin. Está basado en los reportajes y el diario de la única mujer enrolada en el vuelo, la entonces famosa periodista inglesa Grace Margueritte Hay Drummond-Hay, conocida como Lady Drummond-Hay. El genio de la prensa popular W.R. Hearst (patrocinador del viaje) la contrató para que pusiera el “punto de vista femenino” en la primera circunnavegación aérea del globo por una nave de pasajeros.
 El Graf Zeppelin, en tierra, se movía por fuerza humana

En la hora y veintidós minutos que dura el documental me sumergí, gracias a las imágenes reales y a la palabras de lady Hay, en esa aventura que, por muy poco, logró esquivar un final trágico. Libro y documental se complementan a la perfección. En uno disfrutamos del punto de vista algo cínico del periodista curtido, en el otro, compartimos la emoción de una mujer que trata de cumplir con una tarea muy alejada de su trabajo habitual . Y bien que lo logró: con la publicación de su crónica del viaje por entregas los periódicos de Hearst reventaron rotativas. Gracias a esa doble imagen estereoscópica se generó una sensación de 3D que me permitió mezclarme con la veintena de afortunados viajeros y otros tantos aguerridos miembros de la tripulación de la nave y vivir su vida, mezcla de rutina, relaciones personales y constante resolución de problemas. No me cabe duda de que si pudiera elegir la forma de darle la vuelta al mundo, esta sería mi preferida a pesar de las incomodidades.
El salón/comedor/sala de juegos/despacho de trabajo, según las horas

Contemplar ese magnífico e inmenso animal sobrevolando ciudades como Nueva York, Berlín o Tokio y, asomado a su barquilla, ver pasar los rascacielos, los Urales, la taiga, un gulag, el océano imperturbable o las llanuras del Estados Unidos me produjo una sensación intensa y doblemente nostálgica. Por un lado, fue como recuperar esas lecturas infantiles que mezclaban a Julio Verne y las hazañas de los grandes exploradores y, con ellas, la mirada del niño que uno creía olvidada, no por culpa de los escritores, sino de uno mismo. Por otro, era volver por un momento a un mundo desaparecido que una vez estuvo en nuestro planeta.
El Graf Zeppelin recibido espectacularmente a su llegada a Nueva York donde concluyó la vuelta al mundo (luego siguió hasta su base de Friedrichshafen con otros pasajeros)

Quizás en otro universo paralelo aún se pueda viajar en dirigible. En el nuestro, Léo Gerville-Réache cubrió para su diario la Guerra Civil Española y, más tarde, cuando en 1940 el ejército alemán tomó París, desapareció sin que se volviera a saber nada de él. Lady Drummond-Hay se alejó definitivamente de la prensa femenina. Mientras seguía la II Guerra Mundial ella y el corresponsal de guerra alemán Karl von Wiegand, a quien se había unido tras conocerlo en el viaje del Graf Zeppelin, fueron capturados por el ejército japonés e internados en un campo de prisioneros de Filipinas. Me los imagino añorando la posibilidad de elevarse y escapar de allí en la acogedora panza de su querida ballena dirigible. Aunque fueron puestos en libertad en 1945, Margueritte había caído ya seriamente enferma y falleció poco después.
La periodista Margueritte Drummon-Hay saluda desde la barquilla del dirigible

lunes, 12 de octubre de 2015

Esas frases de manual

No sé si solo es un problema mío; quizás sea una tara propia, como la confesada incapacidad de Woody Allen de entender a los mimos. El caso es que yo no puedo tomarme en serio todas esas frases propias de manual de autoayuda o de obra de Paolo Coelho.
Por ejemplo, abro al azar y por primera vez el libro de un famoso especialista en autoayuda que algún incauto me regaló y leo: Cuando sea posible enfrentar un temor y superarlo ¡adelante! Si no es posible enfrentarlo y superarlo, hay que aprender a convivir con el temor, sin que por ello se resienta la autoestima. Estupendo. Me parecen dos recomendaciones de irreprochable lógica, aunque supongo que lo que un libro de autoayuda debería decirte es cómo lograrlo. Mas lo busco y no lo encuentro.
Y cuando oigo la malhadada frase “nunca renuncies a tus sueños”, enseguida pienso que es una enorme estupidez porque renunciar a los sueños es imposible, puesto que se trata de un proceso inconsciente. Y si por sueños entendemos deseos difíciles de conseguir, entonces creo que, según los casos, es un mal consejo. Si eres un quinceañero con granos, puedes desear con todas tus fuerzas casarte con Scarlett Johansson, pero sería mejor que emplearas esa energía en conquistar a alguna chica algo más accesible. Y si eres ciega, mejor no estudies oposiciones a controlador de tráfico aéreo, aunque desees mucho serlo.
Igualmente, cuando escucho a alguien eso de “si te esfuerzas, puedes conseguir lo que desees”, me imagino a mí mismo queriendo llegar a la NBA y me resulto patético. Dice Malcolm Gladwell, un tipo que me gusta porque piensa fuera de los cauces, que la excelencia está al alcance de cualquiera que esté dispuesto a dedicarle entre 30.000 y 50.000 horas a esa actividad. Por una vez no estoy de acuerdo con él: conozco gente que no podría cantar bien aunque viviese lo suficiente para dedicarle 100.000 horas a ello, para martirio de sus allegados.
Pero, dejando aparte esas vocaciones imposibles, creo que un buen consejo sería este: Si te gusta algo y quieres triunfar en ello, tienes que estar dispuesto a dedicarle 30.000 horas de tu vida. Nada que objetar contra esa frase. Podemos incluso simplificarla para hacerla más a la moda y resumirla en un tuit: Nunca renuncies a tu sueño antes de haberle dedicado 30.000 horas.
Así expresada, me parece un consejo que le vendría bien, por ejemplo, a todos los que piensan que después de un taller de escritura de seis meses ya están preparados para escribir una gran novela. De hecho, muchos terminan el taller, emplean un año en escribir la novela y a continuación comienzan a torturar a sus amigos para que la lean y les confirmen cuán grande es. Su cabeza bulle de todos esos “nunca renuncies a tus sueños”, “puedes conseguir todo lo que te propongas”, etc. Y quizás por eso cuando les dices delicadamente la verdad, que es (en el 99% de los casos) un asco de novela y que deberían escribir cien cuentos y tres novelas cortas antes de dilapidar inútilmente tanto material y esfuerzo, suelen enfadarse. No todos, afortunadamente. Pero, repito, quizás es un problema mío con las frases de manual.

sábado, 3 de octubre de 2015

¿Escritor es igual a pensador?

Una buena amiga ha halagado mi ego en Facebook al compartir este blog y añadir que es un placer tener amigos que piensan. Me imagino que la frase completa es que piensan correctamente o con finura intelectual.
Yo no sé si la tengo, pero el asunto me lleva a preguntarme por la equivalencia entre escritor, pensador e intelectual. Resulta obvio que un ensayista ha de ser un buen pensador así que centrémonos en los escritores de ficción.
Me acuerdo ahora de una antigua entrevista a un gran actor inglés. El hombre decía estaba harto de que le hicieran preguntas complicadas de tipo social, político, económico, como si fuera un premio Nobel y tuviera las soluciones para el mundo.  Solamente era un actor y sus opiniones, explicaba, tenían tanto valor como las de cualquier persona, dado que no había estudiado ni se había preparado para ser un intelectual, sino solo como actor. Tenía toda la razón, pero el hecho de venir de un famoso proporcionaba a sus opiniones una proyección que no tienen las de cualquier persona.
¿Son los escritores de ficción igual que los actores o debemos esperar de ellos y ellas algo más? ¿Deben ser intelectuales? Hay mucha gente, incluidos algunos críticos y editores de la vieja escuela, que piensa que es deber del escritor intentar cambiar el mundo en un sentido social o político. Otros huyen de ese papel. Cuando se nos vino encima la crisis no quedaban ya en nuestra literatura rastros del realismo social de los cincuenta. Aunque hemos tenido momentos para el reflejo literario de una juventud que tenía a gala otros valores diferentes a los de sus padres, el libro como producto fundamentalmente de entretenimiento ha barrido a cualquier otra concepción de mismo. Naturalmente que sigue habiendo quien con sus libros intenta abrirnos los ojos a realidades sociales, me viene a la memoria Fernando San Basilio (Mi gran novela de La Vaguada), pero son excepciones.
Personalmente, pienso que depende del tipo de obra que produzca ese escritor. Para parir Un mundo feliz es necesario tener una cultura enciclopédica como la que recibió Huxley, rodeado de premios Nobel entre la familia y los amigos. Para escribir Diez  negritos, por no abandonar el Reino Unido, no hace falta tanto. Ambas obras son excelentes y reflejan un gran genio literario pero, probablemente, esperásemos más de Aldous que de Agatha Christie en una entrevista que quisiese descubrir la profundidad de su pensamiento. 


sábado, 19 de septiembre de 2015

Libros que no leeré

Hoy han instalado la conexión por fibra óptica en casa. Eso ha supuesto vaciar y mover tres estanterías de mi pequeño despacho. Y luego, lógicamente, volver a colocar todo en su sitio.

He de decir, que hay libros por toda la casa, repartidos por mi mujer y por mí de una forma y con un orden bastante incomprensibles, especialmente para ella. En el sótano hay unas estanterías grandes donde los libros están colocados por idioma, nacionalidad y un orden más o menos cronológico de autores, aunque también hay áreas organizadas por géneros, concretamente policíaco, terror, filosofía y enayo, historia, humor y temas prácticos. También tenemos un apartado para la poesía, bastante caótico, y otro para el teatro.

La mayor parte de los libros que están allí abajo los he leído y el resto estoy seguro ya de que nunca los voy a leer. Y no me importa gran cosa, porque los que verdaderamente querría leer están aquí, en mi despacho, en una zona donde entran a mucha más velocidad de la que salen. El asunto es que el movimiento ocasionado por la llegada de la fibra me ha enfrentado al hecho casi inapelable de que tampoco voy a poder leer todo lo que está acumulándose aquí desde hace años y que constituye una miscelánea de difícil interpretación. Desde las baldas reclaman mi atención Woody Allen, Cabrera Infante, Lem, Cercas, Posadas, Noel Clarasó, las cartas de Mihura, Edgar Wallace, El Anacronópete, Cuentos del Niger, Stoner, Yo fui a EGB, Todo lo que siempre quiso saber de la lengua castellana, Look Back in anger, unas docenas de libros de historia de la vieja iberia –desde los íberos a la baja Edad Media-, libros de mi profesión, y esos tochos como El asesinato de Pitágoras, que te regalan porque son best seller o han tenido un premio y los mantengo en suspenso porque que quizás, me digo, debería darles una oportunidad, y así dos o tres docenas más. Y a todos estos tendría que añadir los que tengo descargados en el Kindle y que también tienden a acumularse.

A continuación he repasado mis lecturas de vacaciones, el único momento del año en el que salen de mi despacho más libros de los que entran. Y me he dado cuenta de que prácticamente todo lo que he leído durante ese mes estaba escrito por amigos, es decir, de una forma u otra eran libros que “tenía” que leer. La mayoría, eran  buenos, algunos muy buenos, como los de Emilio Gavilanes o Paloma González Rubio, otros pasables, no diré cuáles para que no se cabreen sus autores, pero lo cierto es que solo unos pocos habrían sido elegidos de no ser por mis lazos con su autor. Y no me quejo: afortunadamente esta vez no he tenido que leer ningún original de los que llegan a Ediciones de la Discreta y que en ocasiones me resulta una auténtica tortura física terminar. El caso es que ha llegado un punto en el que el poco tiempo de que dispongo para leer no lo puedo destinar, más que en una pequeña parte, a aquello que verdaderamente quiero leer. Tendré que pensar en cómo solucionarlo, porque lo que no puedo es decirle a mis amigos que dejen de escribir una temporada. Se lo van a tomar a mal.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Tontalia

¿No hay nadie aburrido de todos esos nombres de corporaciones y cadenas que nos invaden terminados en "ia". Hoy podemos reírnos  un poco a su costa, si os apetece.

Tontalia

Se levantó a las siete de la mañana. Ni siquiera su colchón de Noctalia le había permitido conciliar el sueño al lado de su mujer, Obdulia, capaz de roncar con gran pericia. Salió en su Cintroën Xenia de la urbanización Montalia a las 8 de la mañana. Trabajaba en Amenia y hacia allí se dirigió mientras consultaba por el móvil las cotizaciones de Aceralia y Solucionia a en las que tenía invertido su pequeño capital. Caían sin red.

Tuvo una mañana dura. La presentación a Frutalia, mediante la cual quería hacerse con el contrato para la renovación de su red de comunicaciones, fue un desastre. La demostración del sistema Afasia resultó catastrófica y en el cliente cundió la abulia. De nada valió que desplegasen toda su tecnológica parafernalia. Un error así cuesta un puesto, o al menos un traslado a Mongolia. Decidió no comer fuera. No tenía ganas de tertulia. Simplemente pidió por teléfono un menú Oficinia a Pizzalia. Venía con helado de magnolia. Por la tarde tuvo una llamada de Evadia, su asesoría jurídica. Otra mala noticia. Ese año no le salvaba nadie de pagar una pasta a Fiscalia, antes Hacienda. “¿Nos vemos esta tarde, Amelia?”, preguntó a su amante, una ejecutiva de la competencia. “De acuerdo, a las 8 en el Argelia”. Una copa en el Argelia y un desahogo en su buhardilla. Era una buena forma de nivelar algo una pésima jornada. Él no era de esos que se hacen mala conciencia. No conocía la malicia.

Al salir de su oficina indicó a Ofelia, su secretaria, que fijase una reunión con Brutalia, la parte del holding dedicada a defensa. También le recordó que seguía esperando que la ETT Abusia le enviara cinco candidatos para el puesto de desencriptador de sistemas neuronales trasducidos. Se sumergió en el tráfico de la ciudad decidido a olvidarse de los negocios y a disfrutar con antelación de su encuentro con Amelia. Pero era difícil. Según avanzaba al ritmo sincopado del atasco, docenas de luminosos parecían llamarle a gritos desde las azoteas o incluso desde las fachadas de los edificios, convertidas en grandes reclamos por la municipal codicia: Pastalia, la comida preparada favorita de su mujer; Basuralia, eliminación de residuos; Despendolia, ocio nocturno; Cogorcia, bebidas alcohólicas; Forralia, banco de inversiones; Babelia, consultoría; Animalia, veterinaria; Desastria, seguros; Iberia, líneas aéreas; Morbosia, revistas del corazón; Calambria, electricidad; Humalia, petróleos; Olimpia, agencia de publicidad; Nombralia, la empresa que había puesto nombre a todos ellos y que tenía un palacio en el centro.

Las oficinas de los holdings más poderosos de la tierra estaban allí para poner a prueba su astucia. Montones de grandes oficinas esperando una oferta de Amenia para cambiar sus equipos de comunicación. Así que cuando llegó al Argelia su cabeza estaba llena de estrategia, pero vacía de cualquier otra cosa. Al encontrarse con Amelia la encontró reacia.
 .- Hoy estoy un poco lacia.
 .- No te preocupes eso se te pasa con una pastilla de Espabilia.
.- Además no tenemos gomas.
.- Cuántas veces te he dicho que tengo anespermia.
.- Muchas, pero luego no me atrevo a preguntarte qué es eso.
.- Pues que no soy fértil. No puedo tener descendencia.
.- Yo creí que era un valor bursátil.
.- Pues ya llevamos un capital en preservativos Gozalia.


Iba a añadir que “mejor, por lo del sida”, pero luego pensó que de esa forma no iba a llegar esa tarde a la buhardilla. Finalmente, consiguió su propósito una vez más. Tras ello, se levantó de la cama y, mientras se fumaba un cigarrillo fabricado por Nicotia, miró por la ventana. Vio una furgoneta de reparto de Bollalia aparcada en quinta fila y bloqueando totalmente una arteria. Fue lo último que vio en su vida. Cayó al suelo como fulminado y allí se quedó el hombre, hecho una birria. “Dios mío”, dijo Amelia. Desde su móvil pidió una ambulancia a la cercana Clínica del Remedio, ahora llamada Curalia. “Ha sido una embolia”, dijo el enfermero. “Por fin conoceré a Obdulia, si nadie lo remedia”, pensó Amelia. Y efectivamente, así fue. Ocurrió en las instalaciones de Espichalia, la funeraria. Pero eso ya es otra historia. 
David Torrejón

sábado, 5 de septiembre de 2015

Mi bienvenida, querid@ lector@.

Ya ves, me llamo David Torrejón y si pones mi nombre en Google verás que mi actividad profesional de periodista y publicitario, dos de las profesiones de mayor prestigio social en la actualidad :-), está muy mezclada con la de escritor. Es posible que quienes me conocen de la primera estén interesados en la segunda, pero es mucho menos probable que quienes tengan interés en mí como escritor estén deseando leer mis abundantes rollos profesionales. Esta es la primera razón por la que nace este blog: para intentar separar un poco ambos mundos. Como sabes, en el panorama actual de la literatura española ya no hay apenas autores que puedan vivir de ella. Los contaríamos con los dedos de las manos y algunos de los pies. La clase media de los autores profesionales ha desaparecido.
Así que, vaya paradoja, aquellos que como yo envidiábamos a esos autores que podían vivir de la literatura, porque habían tenido más arrestos o porque eran simplemente mejores, ahora nos tentamos la ropa a salvo en nuestra doble vida mientras que ellos intentan inventársela y, en la mayoría de los casos, fracasando dramáticamente. Una doble vida que en mi caso debo decir que me satisface plenamente y, no solo eso, sino que estoy profundamente agradecido a las dos profesiones que me han dado de comer a mí y a mi familia durante más de tres décadas.

Te confesaré que me ha costado mucho abrir este blog. Y es que solo hace poco he empezado a considerarme a mí mismo como "autor". Y no ha sido precisamente por haber publicado el año pasado mi cuarta novela, "Escríbeme una foto". Son los lectores como tú los que dan la condición de autor y, de una manera progresiva, he ido tomando conciencia de que tenía lectores. No cincuenta o cien amigos, la mayoría escritores como yo, como suele ocurrir, no, sino cientos y quizás hasta algunos pocos miles de lectores. Publicar "Tango para un copiloto herido" en Amazon con lo que me parece un gran éxito y sin experiencia previa en lo digital (ha sido una prueba para mí y para la editorial que siempre me ha apoyado, Ediciones de La Discreta) me ha ayudado a comprender que estos quince años publicando (y toda una vida escribiendo) no han sido en vano y que me habían convertido, por fin, en autor.Y esta es la otra razón por la que nace este blog.

No tengo muy claro su devenir. Suponqo que lo haremos entre tú y yo, así que veremos cómo nos sale. Yo iré subiendo lo que se me vaya ocurriendo y espero que tú  me sigas y e incluso me dirijas.
Gracias y bienvenido
David